—Mirá, te llamo para hablarte de mi muerte, de cómo me gustaría que fuera. Yo sé que falta poco.
—Sí, estoy en eso.
—Bueno, a mí me gustaría pedirte que mi muerte fuera… cómo decirlo… digna.
— ¿“Digna”?
—Sí, digna, ¿puede ser?
—Sí, claro, claro que puede ser. ¿Pero podés ser un poco más específico?
—Ajá.
— ¿La viste, no?
—Sí, por supuesto.
—Bueno, viste que el tipo muere sentado en el subte. A mí me gustaría algo así.
— ¿Sin que se den cuenta los que están alrededor tuyo?
— ¡Tal cual! Sin caerme al piso, sin que me explote la cabeza y vuelen los pedacitos de seso por todos lados. Una muerte… elegante.
— ¿Pero sí puede ser a punta de pistola, no? Violenta, aunque elegante.
—Exacto. Veo que me entendés perfectamente.
—Listo. Tomé nota.
—Muchas gracias.
—De nada, para eso estamos.
Y corté. Esta conversación telefónica es real. Y es una de las tantas que tuve este año con pedidos similares. Yo no me quiero morir de sobredosis, ¿me podrán envenenar? A mí me gustaría suicidarme, pero no quiero quedar como una loca desquiciada, prefiero el papel de víctima. Otros fueron más directos: ¿Puedo morir salvándole la vida a tal? O A mí me gustaría una muerte lenta, agónica, así tengo tiempo de decir unas cuantas cosas antes de irme para siempre. Y la lista sigue. Supongo que son los gajes (¿qué carajo quiere decir “gajes”?) del oficio. Escribir una tira cuya protagonista es una asesina es abrir la caja de Pandora a la hora de los pedidos de los actores. Todos quieren morir, si es posible, a último momento, en los últimos diez capítulos. Todos quieren que a sus personajes los mate la protagonista, nada de que los atropelle un colectivo o se atraganten con el carozo de una aceituna. Esto no es Six Feet Under y acá no hay lugar para muertes absurdas o domésticas. En una tira del prime time, en un canal abierto, y frente a los ojos de más de dos millones de personas que los miran todas las noches, ellos quieren que sus muertes sean memorables. Y a lo mejor tienen razón.
Pero lo cierto es que cada vez que recibo una de estas llamadas no puedo evitar sentirme un poco gángster, un poco asesino a sueldo, un poco miembro de la Cosa Nostra. Después de todo estoy cobrando puntualmente mes a mes por diseñar la muerte de esta gente, aunque en rigor no puedan llamarse “gente” ni mucho menos, con perdón de los actores.
Más de una vez me vi tentada a contestar: ¿Desea acompañar su tiro en la nuca con una porción de papas fritas? ¿Quisiera agrandar su combo de inyecciones letales por sólo cincuenta centavos? Aunque más no sea para aflojar el clima fúnebre de la conversación.
Pero hoy, después de haber escuchado la voz sexy del galán maduro en cuestión (no le debe gustar nada que se refieran a él de esa manera y lo cierto es que es mucho más que eso), me quedé pensando qué pasaría si hubiese un teléfono al cual llamar para encargar tu propia muerte. ¿Qué tal un 0-800 que ofrezca este servicio? ¿No sería genial poder llamar una noche cualquiera y decir: Mirá, a mi me gustaría ahogarme en una playa de la Polinesia, a los 80 años, después de jugar toda la tarde con mis nietos y de hacer el amor con una hawaiana, por ejemplo? O Yo quiero que me pase un tren por encima, pero no cualquier tren. Que sea el Expreso de Oriente o el Royal Scotsman. Si no se puede, de última, el Tren a las Nubes. Muchas gracias.
Habría pedidos de todo tipo, seguramente, desde el más bizarro hasta el inevitable lugar común de Me quiero quedar dormido para siempre, en mi propia cama, sin darme cuenta de nada. O como decía el poeta: Yo quisiera morir como las rosas, en la blancura del deshojamiento. Irme suave y cordial, callado y lento, en la quietud conforme de las cosas.
¿Y qué pasa si alguien prefiere que el asunto siga como hasta ahora, si no es muy afecto a las novedades y no le interesa saber cuál va a ser su último día? ¿Qué pasa si quiere que la guadaña lo alcance por sorpresa; que Madame La Mort lo ataque por la espalda cuando menos se lo espera? Muy simple, no hace ningún llamado y listo. Se ahorra la moneda. Sigue viviendo su vida como hasta ahora y espera a que suceda lo que el Gran Autor escribió para él. Pero yo sé que los otros, los que somos controladores y neuróticos, planearíamos en lo posible hasta el último detalle: la luz, la hora del día, la temperatura.
Sería una linda vuelta de tuerca al guión de nuestras vidas. Ya que no pudimos elegir ni cuándo ni dónde nacer, ya que no tuvimos ni voz ni voto a la hora de caer en la familia espantosa, disfuncional, ruidosa, superficial, pobretona o careta (elija usted el adjetivo que mejor le cuadre, querido lector) que nos tocó en suerte, por lo menos poder decidir cómo nos vamos de este mundo sería una forma de justicia poética.