Las noches en Noruega


         La acción transcurre en un restaurant de lujo de Palermo Hollywood, de esos que las revistas especializadas califican con cinco tenedores o algo así. En una mesa apartada, hay un tipo que está refuerte y por el que suspira por lo menos un millón de mujeres cada noche. Frente a él, una mujer hermosa y elegante que despierta fantasías a diestra y siniestra. Es una escena romántica: sobre la mesa hay velas, champagne y comida carísima. Ellos van a hablar de amor, se van a besar en el corte de bloque dos y probablemente el capítulo termine con las siluetas de ambos haciendo el amor por corte directo en algún hotel casi tan lujoso como este restaurant. Pero lo que ninguno de los dos sabe es que todo este clima sugerente se va a arruinar por completo apenas la cámara nos muestre las ventanas.
         Las tiras diarias, como su nombre lo indica, salen al aire todos los días y se graban todos los días. Desde las seis y media o siete de la mañana hasta el atardecer. De lunes a viernes. De noche, los actores vuelven a sus casas, bañan y acuestan a sus hijos, comen con sus maridos o esposas, viven unas pocas horas de vida verdadera. Algunos —muy pocos, a decir verdad— estudian la letra que deberán saber de memoria al día siguiente. Pero lo cierto es que de noche no se graba. De noche se descansa.
Entonces, ¿qué pasa con las escenas en las que se supone que es de noche? ¿Qué pasa con las cenas románticas a la luz de la luna y los encuentros sexuales en la madrugada? Muy simple: se graban de día. Son como las noches de verano en Noruega, a plena luz del sol, aunque los relojes marquen otra cosa.
Por eso, a pesar de que él diga Esta es la noche más feliz de mi vida o a pesar de que ella le conteste unos segundos más tarde Me gustaría que nunca amaneciera, quiero que esta noche sea eterna… como nuestro amor o cualquier otra genialidad que los guionistas hayan pensado y los dialoguistas hayan escrito para la ocasión, a pesar del esfuerzo que hagamos con la imaginación, nada va a impedir que la magia se diluya apenas veamos pasar por la ventana el colectivo 39 rumbo a Tribunales.

Muertes a pedido

   
—Mirá, te llamo para hablarte de mi muerte, de cómo me gustaría que fuera. Yo sé que falta poco.
—Sí, estoy en eso.
—Bueno, a mí me gustaría pedirte que mi muerte fuera… cómo decirlo… digna.
— ¿Digna”?
—Sí, digna, ¿puede ser?
—Sí, claro, claro que puede ser. ¿Pero podés ser un poco más específico?
—Me encantaría morir como Tom Cruise en Collateral.
—Ajá.
— ¿La viste, no?
—Sí, por supuesto.
—Bueno, viste que el tipo muere sentado en el subte. A mí me gustaría algo así.
— ¿Sin que se den cuenta los que están alrededor tuyo?
— ¡Tal cual! Sin caerme al piso, sin que me explote la cabeza y vuelen los pedacitos de seso por todos lados. Una muerte… elegante.
— ¿Pero sí puede ser a punta de pistola, no? Violenta, aunque elegante.
—Exacto. Veo que me entendés perfectamente.
—Listo. Tomé nota.
—Muchas gracias.
—De nada, para eso estamos.

Y corté. Esta conversación telefónica es real. Y es una de las tantas que tuve este año con pedidos similares. Yo no me quiero morir de sobredosis, ¿me podrán envenenar? A mí me gustaría suicidarme, pero no quiero quedar como una loca desquiciada, prefiero el papel de víctima. Otros fueron más directos: ¿Puedo morir salvándole la vida a tal? O A mí me gustaría una muerte lenta, agónica, así tengo tiempo de decir unas cuantas cosas antes de irme para siempre. Y la lista sigue. Supongo que son los gajes (¿qué carajo quiere decir “gajes”?) del oficio. Escribir una tira cuya protagonista es una asesina es abrir la caja de Pandora a la hora de los pedidos de los actores. Todos quieren morir, si es posible, a último momento, en los últimos diez capítulos. Todos quieren que a sus personajes los mate la protagonista, nada de que los atropelle un colectivo o se atraganten con el carozo de una aceituna. Esto no es Six Feet Under y acá no hay lugar para muertes absurdas o domésticas. En una tira del prime time, en un canal abierto, y frente a los ojos de más de dos millones de personas que los miran todas las noches, ellos quieren que sus muertes sean memorables. Y a lo mejor tienen razón.
Pero lo cierto es que cada vez que recibo una de estas llamadas no puedo evitar sentirme un poco gángster, un poco asesino a sueldo, un poco miembro de la Cosa Nostra. Después de todo estoy cobrando puntualmente mes a mes por diseñar la muerte de esta gente, aunque en rigor no puedan llamarse “gente” ni mucho menos, con perdón de los actores.
Más de una vez me vi tentada a contestar: ¿Desea acompañar su tiro en la nuca con una porción de papas fritas? ¿Quisiera agrandar su combo de inyecciones letales por sólo cincuenta centavos? Aunque más no sea para aflojar el clima fúnebre de la conversación.
Pero hoy, después de haber escuchado la voz sexy del galán maduro en cuestión (no le debe gustar nada que se refieran a él de esa manera y lo cierto es que es mucho más que eso), me quedé pensando qué pasaría si hubiese un teléfono al cual llamar para encargar tu propia muerte. ¿Qué tal un 0-800 que ofrezca este servicio? ¿No sería genial poder llamar una noche cualquiera y decir: Mirá, a mi me gustaría ahogarme en una playa de la Polinesia, a los 80 años, después de jugar toda la tarde con mis nietos y de hacer el amor con una hawaiana, por ejemplo? O Yo quiero que me pase un tren por encima, pero no cualquier tren. Que sea el Expreso de Oriente o el Royal Scotsman. Si no se puede, de última, el Tren a las Nubes. Muchas gracias.
Habría pedidos de todo tipo, seguramente, desde el más bizarro hasta el inevitable lugar común de Me quiero quedar dormido para siempre, en mi propia cama, sin darme cuenta de nada. O como decía el poeta: Yo quisiera morir como las rosas, en la blancura del deshojamiento. Irme suave y cordial, callado y lento, en la quietud conforme de las cosas.
¿Y qué pasa si alguien prefiere que el asunto siga como hasta ahora, si no es muy afecto a las novedades y no le interesa saber cuál va a ser su último día? ¿Qué pasa si quiere que la guadaña lo alcance por sorpresa; que Madame La Mort lo ataque por la espalda cuando menos se lo espera? Muy simple, no hace ningún llamado y listo. Se ahorra la moneda. Sigue viviendo su vida como hasta ahora y espera a que suceda lo que el Gran Autor escribió para él. Pero yo sé que los otros, los que somos controladores y neuróticos, planearíamos en lo posible hasta el último detalle: la luz, la hora del día, la temperatura.
Sería una linda vuelta de tuerca al guión de nuestras vidas. Ya que no pudimos elegir ni cuándo ni dónde nacer, ya que no tuvimos ni voz ni voto a la hora de caer en la familia espantosa, disfuncional, ruidosa, superficial, pobretona o careta (elija usted el adjetivo que mejor le cuadre, querido lector) que nos tocó en suerte, por lo menos poder decidir cómo nos vamos de este mundo sería una forma de justicia poética.